jueves, 11 de septiembre de 2008

mi propio once de septiembre...




Los recuerdos llegan cada once de septiembre con tal nitidez que, a veces, logran confundirse con el propio presente. Me veo, varios años menos, temprano en la mañana tratando de convertirme en lo que lo menos era: una mujer elegante y distinguida. Desde hace tiempo los colegas de ”La Copucha” (como llamábamos a la sala donde nos concentrábamos todos los periodistas que cubrían La Moneda) venían reclamando que querían ver mis piernas, eternamente enfundadas en pantalones. Y justo ese día once les quise dar el gusto. Había llegado a casa de madrugada, cuando ya los gallos comenzaban a anunciar el día. Los anuncios de que algo estaba sucediendo comenzaron a llegar a la radio (Radio Corporación, perteneciente en ese momento al PS) temprano en la tarde del día 10. Los teléfonos no dejaban de sonar “hemos visto los tanques fuera del regimiento”, “hay mucha actividad en los cuarteles”, se nos repetía. ?Cuántas veces se había escuchado lo mismo en el ultimo tiempo”.

(Yo cubría La Moneda (me encargaba de la Presidencia, RREE y Ministerio del Interior) desde marzo del 73. Tuve, sin duda, el privilegio de acompañar a Allende en sus últimas actividades. Recuerdo a Clodomiro Almeyda, un par de días antes del once, cuando recién llegaba de Moscú. Lo asediamos (en esos años no había podio nio micrófono especial para nadie) en cuanto cruzó la entrada principal y mientras los guardias le rendían honores. Queríamos saber cómo le había ido en ese viaje tan decisivo en el apoyo internacional. Poco dijo, pero su mirada esquiva y cansada, dijo mucho más que las palabras: Moscú daba la espalda a Chile y dejaba al país desprotegido para enfrentar las oscuras fuerzas que se movían en las tinieblas).

Lo cierto es que no le dimos mayor credibilidad a los anuncios. Era como el cuento del lobo, la amenaza que nunca llegaba. Me fueron a dejar en el auto de la radio. Nos despedimos en broma, como si nunca más nos pudiésemos encontrar (!quién iba a pensar que era exactamente eso lo que sucedería!?). Yo me quedé dormida de inmediato pensando en la “pinta” que iba a lucir al día siguiente: zapatos altos y cartera haciendole juego (como se estilaba en esos años), medias transparentes, vestido corto, una chaqueta (septiembre aún muestra el rosto helado) y muy bien peinada. Tan absorta estaba al día siguiente en lograr un aspecto de “mina seductora”, que ni siquiera escuché las noticias de la mañana. El primer anuncio de que algo andaba mal, lo tuve al llegar al paradero. Había inquietud, temor, inseguridad entre los que esperaban la micro. Ya cuando emprendimos el viaje, ví cómo por la carretera Norte-Sur (entonces Panamericana) pasaban vehículos militares. Sus ocupantes llevaban tenidas de combate. Hasta allí me llegó “la pinta”. Lo único que deseaba era llegar a la radio, o al menos a la sede del partido para recibir instrucciones.
Mucho antes de llegar al centro de Santiago nos tuvimos que bajar. El tránsito estaba interrumpido y ningún vehículo no autorizado (menos el transporte público) entraba al casco central. Me bajé y metiendo en mi elegante cartera mis temores endilgué mis pasos hacia la sede partidaria del Cerro Santa Lucía (qué distinta hubiese sido la comunicación de haber tenido un cellular en la mano!!). No pude hacerlo. Barreras militares impedían el acceso hacia el local. Rapidamente mis pensamientos y decision me llevaron a la casa de una amiga que vivía a pocos metros de la Alameda. Allí llegué y allí me quedé horas, días. No estaba sola. Aparte de la dueña de casa, habían llegado otras amigas, sumidas en los mismos miedos, en las mismas incertidumbre (cada año este reducido grupito recordamos esos momentos terribles). Cada una aportaba lo poco o nada que se sabía. Las radios estaban intervenidas. Traté de llamar a la radio, hasta que alguien me respondió a gritos, tratando de dejarse escuchar entre el ruido ensordecedor de las balas que caían incesantemente dentro y fuera del edificio (el local de Radio Corporación, estaba ubicado justo al frente de uno de los costados de La Moneda). Sentíamos el ruido de los motores de los aviones que sobrevolaban el centro.
Arriba del departamente de mi amiga, vivía una señora, más que entrada en años (o al menos eso me parecía), que tenía ”el” televisor del edificio. Allí, en silencio, sin hacer comentarios, con los ojos inundados en lágrimas nos entereamos de lo que había sucecido con La Moneda, con el Presidente Allende y con tantos otros que cayeron junto con él. La señora del televisor aplaudía. Su hijo era comandante del Ejercito y estaba en la primera línea de combate. Nosotras enmudecidas de dolor, con el corazón revuielto, mirábamos sin entender mucho las imágenes oscuras, siniestras, de ese día siniestro y oscuro.
Bajamos con pasos pesados, como arrastrando la realidad que terriblemente nos había llegado. Allí nos quedamos durante los dos días siguientes que duró el toque de queda. Aterrorizadas ante cada ruido extraño del exterior, pensando en nuestros amigos, compañeros, tratando de hilvanar pensamientos correctos. No recuerdo qué comimos, cómo dormimos… solo me queda esa sensación de soledad, vacío, fragilidad, inseguridad, miedo. De la noche a la mañana habíamos pasado de ser los gestores, los impulsores de un mundo distinto, más alegre, más igualitarios, donde nadie careciese de lo que la dignidad del hombre exige a ser victimas perseguidas, asesinadas, torturadas, violadas…?Cómo fue eso possible? ?Qué permitió (o cómo permitimos) que tantos sueños, que tantos ideales, que tanta lucha y formación política, hayan sido destrozados de un solo zarpazo?
No voy a entrar en el analisis de lo que fue esa experiencia y de sus consecuencias. Se ha dicho y escrito tanto a lo largo de estos años, que es como sentir que la historia se nos cuenta y recuenta con distintas voces. Deseaba simplemente contar, compartir, lo que fueron esas horas, esos días…

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