miércoles, 17 de septiembre de 2008

Este otro septiembre...





Septiembre siempre ha sido un mes especial.
Recuerdo cuando pequeña era el mes en que me compraban ropa nueva (desde el zapato y para lucirlo el “dieciocho”), que podíamos salir a jugar con las amigas (sexos separados, cada uno en lo suyo. Ellos el fútbol, las bolitas, el trompo, las carreras fuertes. Nosotras, la ronda,el luche, y las muñecas). Eran tiempos sin televisión ni Internet. Tiempos donde la imaginación suplía la escasez de juguetes y donde el estar juntos, el compartir se tornaba en lo esencial.
Septiembre llegaba con sus mañanas luminosas y el aire cargado de olor a naturaleza. Los días comenzaban a sentirse más largos anunciando el camino hacia el verano, las vacaciones, las Navidades. El viento se prestaba para elevar los primeros volantines hechos en casa y con toda la imaginación posible…)

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Pero, lo más importante era el “18”. En el pueblo donde vivía todo se engalanaba. Las casas se pintaban para lucir su mejor cara. Los jardines se podaban y se renovaban las flores. A medida que la fecha se acercaba crecía el entusiasmo frente a las fiestas que se aproximaban. La plaza (corazón latiente del pueblo) se vestía con sus mejores ropajes. Ya los domingos, después de la misa, el tradicional ir y venir en su entorno cobraba entusiasmo. Todos querían estar.
Las fiestas comenzaban un par de días antes, con el desfile de todas las ”fuerzas vivas del pueblo”. Hasta el perro del vecino marchaba a paso marcial y al compás de las marchas germánicas que tocaba la banda del Regimiento R4 “Miraflores”. Sí, allí estábamos nosotras, allí estaba yo. Primero desde la escuela de monjas donde curse la preparatoria y luego desde el Liceo de Niñas, llevando el mismo tranco marcial, sintiéndonos (sintiéndome) orgullosa de no perderme el compas. (?Quién podría adivinar en esos momentos que esa misma marcialidad, ese mismo orgullo military iba a terminar en muerte y desolación de todo un pueblo?).
Los días siguientes el programa era intenso. En la plaza se competía al palo ensebado, al correr en sacos, a ponerle la cola al burro, mientras que en las afueras los campesinos tenían su propia fiesta en las corridas a caballo. En el entorno las ramadas ponían la música:cuecas y rancheras mexicanas. En las casas eran días de festines: asado, empanadas, tortas, dulces especiales. Se comía y se compartía con los amigos, con los vecinos. Había que tener el tremendo jarrón de ponche para inviter al que llegase a saludar. Eso no se sabía, simplemente aparecía…
Qué hermosos y lejanos días!



Hoy aquello me queda tan lejano, en el tiempo y en el espacio. Los amigos me escriben contándome que el aire se llenó con olor a empanadas….(mmmmm…agudizo mi olfato y llego a percibir ese aroma tan propio de la empanada…), a banderas tricolores y a cueca. Me hablan de que se siente la primavera, que el sol alumbra y calienta y que la naturaleza toda comienza a despertar después de su largo descanso invernal…
Me lleno de nostalgia, de recuerdos, de sensaciones cuando mi septiembre se comienza a tornar cada vez más frío, cada vez más gris... cuando la naturaleza se va recogiendo y el verde va desapareciendo del paisaje…Cuando mi septiembre no me habla del verano, sino me anuncia el largo y congelado invierno…Pero, en fin, desde mi realidad también disfruto desde ese otro septiembre, a la distancia y perdida en el recuerdo de los amig@s…

jueves, 11 de septiembre de 2008

mi propio once de septiembre...




Los recuerdos llegan cada once de septiembre con tal nitidez que, a veces, logran confundirse con el propio presente. Me veo, varios años menos, temprano en la mañana tratando de convertirme en lo que lo menos era: una mujer elegante y distinguida. Desde hace tiempo los colegas de ”La Copucha” (como llamábamos a la sala donde nos concentrábamos todos los periodistas que cubrían La Moneda) venían reclamando que querían ver mis piernas, eternamente enfundadas en pantalones. Y justo ese día once les quise dar el gusto. Había llegado a casa de madrugada, cuando ya los gallos comenzaban a anunciar el día. Los anuncios de que algo estaba sucediendo comenzaron a llegar a la radio (Radio Corporación, perteneciente en ese momento al PS) temprano en la tarde del día 10. Los teléfonos no dejaban de sonar “hemos visto los tanques fuera del regimiento”, “hay mucha actividad en los cuarteles”, se nos repetía. ?Cuántas veces se había escuchado lo mismo en el ultimo tiempo”.

(Yo cubría La Moneda (me encargaba de la Presidencia, RREE y Ministerio del Interior) desde marzo del 73. Tuve, sin duda, el privilegio de acompañar a Allende en sus últimas actividades. Recuerdo a Clodomiro Almeyda, un par de días antes del once, cuando recién llegaba de Moscú. Lo asediamos (en esos años no había podio nio micrófono especial para nadie) en cuanto cruzó la entrada principal y mientras los guardias le rendían honores. Queríamos saber cómo le había ido en ese viaje tan decisivo en el apoyo internacional. Poco dijo, pero su mirada esquiva y cansada, dijo mucho más que las palabras: Moscú daba la espalda a Chile y dejaba al país desprotegido para enfrentar las oscuras fuerzas que se movían en las tinieblas).

Lo cierto es que no le dimos mayor credibilidad a los anuncios. Era como el cuento del lobo, la amenaza que nunca llegaba. Me fueron a dejar en el auto de la radio. Nos despedimos en broma, como si nunca más nos pudiésemos encontrar (!quién iba a pensar que era exactamente eso lo que sucedería!?). Yo me quedé dormida de inmediato pensando en la “pinta” que iba a lucir al día siguiente: zapatos altos y cartera haciendole juego (como se estilaba en esos años), medias transparentes, vestido corto, una chaqueta (septiembre aún muestra el rosto helado) y muy bien peinada. Tan absorta estaba al día siguiente en lograr un aspecto de “mina seductora”, que ni siquiera escuché las noticias de la mañana. El primer anuncio de que algo andaba mal, lo tuve al llegar al paradero. Había inquietud, temor, inseguridad entre los que esperaban la micro. Ya cuando emprendimos el viaje, ví cómo por la carretera Norte-Sur (entonces Panamericana) pasaban vehículos militares. Sus ocupantes llevaban tenidas de combate. Hasta allí me llegó “la pinta”. Lo único que deseaba era llegar a la radio, o al menos a la sede del partido para recibir instrucciones.
Mucho antes de llegar al centro de Santiago nos tuvimos que bajar. El tránsito estaba interrumpido y ningún vehículo no autorizado (menos el transporte público) entraba al casco central. Me bajé y metiendo en mi elegante cartera mis temores endilgué mis pasos hacia la sede partidaria del Cerro Santa Lucía (qué distinta hubiese sido la comunicación de haber tenido un cellular en la mano!!). No pude hacerlo. Barreras militares impedían el acceso hacia el local. Rapidamente mis pensamientos y decision me llevaron a la casa de una amiga que vivía a pocos metros de la Alameda. Allí llegué y allí me quedé horas, días. No estaba sola. Aparte de la dueña de casa, habían llegado otras amigas, sumidas en los mismos miedos, en las mismas incertidumbre (cada año este reducido grupito recordamos esos momentos terribles). Cada una aportaba lo poco o nada que se sabía. Las radios estaban intervenidas. Traté de llamar a la radio, hasta que alguien me respondió a gritos, tratando de dejarse escuchar entre el ruido ensordecedor de las balas que caían incesantemente dentro y fuera del edificio (el local de Radio Corporación, estaba ubicado justo al frente de uno de los costados de La Moneda). Sentíamos el ruido de los motores de los aviones que sobrevolaban el centro.
Arriba del departamente de mi amiga, vivía una señora, más que entrada en años (o al menos eso me parecía), que tenía ”el” televisor del edificio. Allí, en silencio, sin hacer comentarios, con los ojos inundados en lágrimas nos entereamos de lo que había sucecido con La Moneda, con el Presidente Allende y con tantos otros que cayeron junto con él. La señora del televisor aplaudía. Su hijo era comandante del Ejercito y estaba en la primera línea de combate. Nosotras enmudecidas de dolor, con el corazón revuielto, mirábamos sin entender mucho las imágenes oscuras, siniestras, de ese día siniestro y oscuro.
Bajamos con pasos pesados, como arrastrando la realidad que terriblemente nos había llegado. Allí nos quedamos durante los dos días siguientes que duró el toque de queda. Aterrorizadas ante cada ruido extraño del exterior, pensando en nuestros amigos, compañeros, tratando de hilvanar pensamientos correctos. No recuerdo qué comimos, cómo dormimos… solo me queda esa sensación de soledad, vacío, fragilidad, inseguridad, miedo. De la noche a la mañana habíamos pasado de ser los gestores, los impulsores de un mundo distinto, más alegre, más igualitarios, donde nadie careciese de lo que la dignidad del hombre exige a ser victimas perseguidas, asesinadas, torturadas, violadas…?Cómo fue eso possible? ?Qué permitió (o cómo permitimos) que tantos sueños, que tantos ideales, que tanta lucha y formación política, hayan sido destrozados de un solo zarpazo?
No voy a entrar en el analisis de lo que fue esa experiencia y de sus consecuencias. Se ha dicho y escrito tanto a lo largo de estos años, que es como sentir que la historia se nos cuenta y recuenta con distintas voces. Deseaba simplemente contar, compartir, lo que fueron esas horas, esos días…

jueves, 4 de septiembre de 2008

La partida de un amigo...


La noticia me sorprende abruptamente, colocando una nube gris al asoleado retorno de mis vacaciones en las costas españolas. “Sabes quién murió? – me pregunta la voz amiga del otro lado del fono. Mi mente tránsita rápido buscando algún nombre que se suponía pronto a embarcarse en ese viaje sin retorno. Cuando aún no lograba llegar a un nombre, la misma voz apunta “Murió Carlos Davis, que tu lo conoces”. Nuevo chequeo y no aparece nadie en mi lista con ese nombre. Cuando lo niego me responden. “Pero, es el chico, si mi hermano dice que tu lo conoces”…Allí mi pensamiento se congela en una sola imagen, en un solo nombre. “No sera Carlos Geywitz?, pregunto con la voz débil, tal vez esperando que no sea así…Pero nada. Sí, es él, Carlos Geywitz el inconfundible amigo, poeta que estuvo siempre en mi recuerdo, aunque poco nos viésemos en estos largos años de ausencia de Suecia.
En Chile me lo encontré sorpresivamente en el centro de Santiago. Eran sus últimos días y andaba apurado comprando regalos para los amigos. Sabía de su presencia por esos lados, de sus lecturas poéticas, de sus viajes por el territorio. Desgraciadamente a nada de ello fui. Por esos tiempos estaba absorbida en un negocio que poco espacio libre me dejaba. Nos detuvimos a conversar, me dejó su ultimo libro, escribió apuradamente en él, …y allí nos apartamos.
Lo volví a encontrar hace casi un año, en la Embajada cuando entre decenas de invitados nos apretujábamos para salvar la copa de vino que habíamos logrado. Allí estaba, con su melena enmarañada y su sonrisa eterna. Nos dimos un abrazo, conversamos de cosas triviales, aquellas que se acostumbran en encuentros como ésos, …y nos volvimos a dejar.
Ya no nos volveremos a encontrar. La muerte, esta fiel acompañante de nuestras vidas, fijó su termino. Pero Carlos, él no se va del todo. Allí me queda el recuerdo de muchos momentos, como cuando osé desde la periferia tratar de ayudar a los que entonces conformaban el Grupo Taller (Infante, Santini, Geywitz y Badilla) a sacar una revista literaria. No recuerdo cual fue su destino, pero sí que disfrute aprendiendo, aguzando el oido para no perderme esas memorables conversaciones que tenían un principio, pero nunca se sabía el término. Allí me queda también ese ultimo libro suyo “Años de Asedio”, y su dedicatoria escrita apuramente en una calle de Santiago. Por ultimo me queda el recuerdo de su presencia, de sus comentarios sarcásticos, oportunos, de su goce por la vida (al menos en lo que nos mostraba hacia afuera) de su inconfundible figura entre tantos que somos y que seguiremos siendo parte de este país.
Ello no me lo arrebató la muerte…